Galápagos, las islas sin miedo. Un lugar único en el mundo

Las islas Galápagos no son un destino cualquiera: allí empezó todo. Allí empezó, al menos, la conciencia de que Dios dejó el universo tan inacabado que luego tuvo que ir evolucionando solo a lo largo de los siglos. Viajar a las Galápagos, por eso, es antes que nada un ejercicio espiritual.

El archipiélago tiene 13 islas y un sinnúmero de islotes. El nombre le viene de la célebre variedad y cantidad de tortugas que había en ellas, pero durante mucho tiempo fueron llamadas también las islas Encantadas, y con ese título publicó la editorial Círculo de Tiza un hermoso libro ilustrado que contiene, entre otros textos, los fragmentos de los diarios de Charles Darwin referidos a las islas: un perfecto libro para emprender el viaje.

A las Galápagos se puede llegar por aire desde Quito o desde Guayaquil. Están a 1.000 kilómetros de la costa continental, en el océano Pacífico. La isla más grande —y la de visita obligada— es Isabela, a la que se puede llegar desde la isla de Santa Cruz en una lancha rápida que asusta y marea incluso a los turistas valientes. En contra de lo que se suele creer, no hay cupo de entrada ni requisitos burocráticos especiales. El viajero puede planear su ruta con libertad, reservar hoteles a su antojo y contratar sobre el terreno —es más barato— las excursiones que desee.

Un aviso a los desorientados: Galápagos no es un archipiélago de islas paradisiacas. No tiene paisajes tropicales y exuberantes, no está lleno de playas idílicas. Son islas de origen volcánico en las que en muchas zonas no hay ni siquiera vegetación. Su belleza está justamente en ese aspecto desabrigado, anterior al tiempo.

De camino al volcán Sierra Negra

A los lechos de lava “se los ha comparado con razón a un mar petrificado en el punto álgido de la tempestad”, escribía Darwin refiriéndose a los paisajes de la isla de San Cristóbal. En Isabela se puede ver un paisaje idéntico. De camino al volcán Sierra Negra la vegetación va desapareciendo poco a poco y la lava —reciente, no prehistórica— se apodera del horizonte. Solo quedan grandes cactus. A lo lejos, si el día es claro, se pierde la vista en ese mar de crestas negras sucesivas. No hay civilización, no hay olor humano. De hecho, en la mayor parte de la isla —su brazo norte, con los volcanes activos Alcedo, Darwin y Wolf— solo se permite el acceso a naturalistas y científicos.

Lo que ha hecho famosas a las Galápagos, sin embargo, es su fauna. O mejor aún: la proximidad de su fauna. “Las aves son ajenas al ser humano”, escribía también Darwin. “Se mostraban tan dóciles y confiadas que ni siquiera comprendían lo que implicaban las piedras que les tirábamos; y sin parar en nuestra presencia, se nos acercaban tanto que podríamos haber matado buen número de ellas con un palo”. Han pasado los siglos, pero el comportamiento de los animales del archipiélago sigue siendo el mismo, y eso produce una fascinación incomparable en el viajero.

Los leones marinos, los delfines, los pinzones, las tortugas, los caballitos de mar, los pelícanos o incluso los tiburones están al alcance de la mano, no rehúyen la cercanía. Las iguanas se agolpan en los caminos, las tortugas gigantes marinas nadan junto a los turistas que practican el snorkel y los piqueros de patas azules —unas aves bellísimas— se cortejan o se aparean en presencia de los visitantes. Esa ausencia del miedo es lo que asombra en Galápagos, lo que lo convierte en un lugar único en el mundo.

Una fauna marina impresionante

Las posibilidades de campar libremente por las islas son limitadas debido a las normas de protección, pero existen guías que llevan al viajero a bucear en unas u otras zonas, dependiendo de sus habilidades y su resistencia. Los dos lugares clásicos en Isabela —asequibles a cualquier pericia— son Tintoreras y Los Túneles. El primero es un conjunto de islotes, muy cerca de Puerto Villamil. El segundo, unas formaciones geológicas creadas con lava que se alzan sobre las aguas poco profundas de la costa haciendo arcos, se encuentra en el extremo sur de la isla, a una hora en lancha. En ambos lugares la fauna marina es impresionante. Desde el ras de la superficie, con ese silencio casi místico que tiene la inmersión, se puede suspender el tiempo contemplando bandadas de mantarraya, tortugas gigantes de diferentes especies, erizos negros venenosos y tiburones dormidos sobre el fondo.

A otros lugares el turista puede acudir sin ayuda. En Isabela se tiene una vista privilegiada desde el mirador El Mango, levantado en un altozano del sur; la laguna de los flamencos ofrece la serenidad del paisaje; y en el Centro de Crianza de Tortugas se pueden observar algunas de las especies terrestres que dieron nombre a las islas. En Santa Cruz es recomendable ir a nadar a Las Grietas, una brecha abierta en mitad de la roca volcánica en la que algunos bañistas hacen saltos mortales, y a bahía Tortuga, una larga playa de arena suave donde a la caída del sol acuden las tortugas.

Pero ya nada está apartado del todo de la civilización. Tanto Puerto Ayora como Puerto Villamil, las capitales de las islas, tienen una bulliciosa vida que gira sobre todo alrededor del turismo. En Puerto Ayora, por ejemplo, se despliega cada noche en la calle de Charles Binford una hilera de mesas abarrotadas en las que se come langosta o pescados guisados al modo isleño. Un ejercicio también espiritual.

 

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